Introducción

 

Con títulos y colecciones de relatos como Los perseguidos (1905), Historia de un amor turbio (1908), Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925), Los desterrados (1926), Pasado amor (1929), el escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) ha sido reconocido no sólo como creador de cuentos con tramas extraordinarias y difíciles de olvidar, sino también por los múltiples aciertos teóricos a la hora de reflexionar sobre el oficio de escribir, y en particular, sobre el arte de imaginar y narrar cuentos. El “Decálogo del perfecto cuentista”, el “Manual del perfecto cuentista”, “La retórica del cuento” o “Los trucos del perfecto cuentista”, forman parte ya de una útil bibliografía para quienes busquen orientarse por las regiones donde se sostiene un relato breve.

Lector apasionado de varios maestros clásicos del género (Edgar Allan Poe, Anton Chéjov, Guy de Maupassant, Jack London o Rudyard Kipling) Quiroga aplicó algunas de sus propuestas teóricas a gran parte de su producción literaria, con más de doscientos cuentos escritos. De esa amplia y variadísima producción hemos seleccionado para el lector de Libro al viento nueve relatos, agrupados en esta particular antología con el título de Anaconda y otros cuentos: “El almohadón de pluma”, “El alambre de púa”, “Anaconda”, “En la noche”, “Juan Darién”, “El regreso de Anaconda”, “El hombre muerto”, “El desierto” y “De caza”.

En un nuevo repaso y desde una perspectiva contemporánea, los preceptos dictados por Quiroga comparten en general una sencillez admirable, a veces engañosa, y apuntan siempre con claridad hacia los atributos básicos para que el escritor en ciernes descifre y reconozca la esencia de un buen cuento. Sin embargo, resulta evidente que las guías de Quiroga no se limitan a los terrenos de la práctica de la escritura, restringiéndose a las técnicas de la construcción retórica y dramática de interés exclusivo para un creador en abstracto.

Así, por ejemplo, el lector de Libro al viento podría ahora acudir a dos principios sustanciales que no sólo le servirán como luces, una vez se adentre en las tramas de cada una de las nueve historias siguientes, sino que le ayudarán a reconocer la destreza y la eficacia del mismo Quiroga como sólido narrador de relatos que, a pesar de la constante avalancha de nuevas maneras de narrar y de leer, se mantienen vigentes. Bastante razón tuvo uno de sus principales biógrafos y críticos, Emir Rodríguez Monegal, cuando afirmaba que a Quiroga “se le relee, se le discute apasionadamente y se le imita”.

El primer principio dice: “… no es indispensable (…) que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento”. Para el segundo Horacio Quiroga escribió: “…cuenta el escritor su propia vida en la obra de sus protagonistas, y es cierto que del tono general […] de una cierta atmósfera fija e imperante sobre todos los relatos, a pesar de su diversidad, pueden deducirse modalidades de carácter y hábitos de vida que denuncien en este o aquel personaje la personalidad tenaz del autor”.

La secreta combinación de estas dos síntesis, o pistas sobre el cuento, cobija sin duda la presente selección. Por una parte, el estremecedor suspenso sobre el que se sostienen relatos como “El hombre muerto”, “El alambre de púa” o “El almohadón de pluma”, parte de eso que Quiroga llamaba, casi sin énfasis, una escena trunca, un incidente; por otra, en relatos como “El desierto”, “Anaconda”, “Juan Darién” o “De caza”, para no mencionarlos todos una vez más, la atmósfera fija e imperante que acompaña el tenaz avance de sus argumentos revelarán, entre sus líneas, la compleja personalidad de Quiroga, como un individuo para quien la representación del mundo, la manera tan particular de habitarlo en su realidad, cifró su destino y el de quienes lo siguieron bajo la sombra de su voluntad: las dos jovencísimas esposas, los hijos y, por supuesto, los lectores.

El escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), uno de los últimos y más queridos amigos de Quiroga, con quien compartió una extensa obra epistolar, sostenía que cualquier perfil biográfico sobre “el hermano” Quiroga quedaría irremediablemente a medias, puesto que se trataba de un espíritu con muchos enigmas sin manera de recuperar para contarlos. Con una personalidad impaciente, caprichosa y lunática para muchos que lo conocieron, Quiroga pareció querer abarcar también todos los oficios posibles, como una manera de dominar la especie de descarga interna que lo acompañaba: mecánico de autos, fotógrafo, colonizador de las selvas a simples golpes de machete, químico inventor, profesor de español en varios colegios, crítico de cine, cazador, cultivador de plantas ornamentales, carpintero, escritor solitario.

Hasta los veintidós años fue señorito afrancesado y, poco a poco, después de un breve viaje a París y los futuros vaivenes cotidianos entre la ciudad de Buenos Aires y las selvas de Misiones, se transformó en un extraño, incluso para sí mismo. Una personalidad abrupta, de achaques y vaivenes violentos que arrastraban a quienes estaban cerca. “Soy capaz de romper un corazón para ver lo que tiene dentro” (escribió en una carta). El esfuerzo físico constante, dictado también por una mezcla casi inverosímil entre la insatisfacción y una lógica afectiva enrevesada, lo obligó a llevar una vida cotidiana al borde de la pobreza. Una estrechez económica que lo llevó también a las empresas fantásticas en la selva.

Una tarde, en la ciudad de Buenos Aires, después de enterarse que padecía un cáncer de estómago incurable, Horacio Quiroga se quitó la vida bebiendo cianuro. Dijo sentir la misma curiosidad por la llegada de la muerte que la de un viaje fantástico. Un viaje marcado, desde la infancia, por una gradual presencia de muertes violentas: La de su padre en un accidente de caza, el suicidio de su padrastro, el suicidio de su primera esposa, el homicidio accidental de su mejor amigo Federico Ferrando, mientras Quiroga limpiaba el arma que éste pensaba usar en un duelo y, años más tarde a su propia muerte, el suicidio de su dos hijos mayores.

Sin duda fue esta particular saga mortal la que le imprimió a su obra el carácter único que los innumerables lectores reconocen en Quiroga, pues, como pocos, aplicó a sus historias el segundo lema mencionado más arriba. El lector reconocerá en estos relatos la frontera sutil que une los territorios de la autobiografía y de la ficción; la fiel representación de la realidad íntima que lo acompañó durante los años más complejos de su vida. Esta fidelidad a la verdad de la escritura se reconoce también en la manera realista, nada romántica, de abordar el mundo de la naturaleza, de los animales, y de representar los destinos de sus protagonistas bajo una perspectiva compasiva, simbólica, alimentada sin duda por esta experiencia autobiográfica de primera mano.

Como consecuencia de un olvido creciente, Quiroga dejó poco a poco de escribir, o por lo menos, de publicar. Los lectores del momento empezaban a buscar otros derroteros y otras voces. Como sucedáneo a la escritura de ficción, Horacio Quiroga se concentró en la producción de artículos y, sobre todo, de una nutrida correspondencia con varios amigos, imprimiéndole al género epistolar un profundo sentido de lo íntimo, desde donde reflexionaba una y otra vez sobre el significado, los alcances y, en su caso, el final de su oficio como narrador de cuentos. Fiel al giro inevitable y último de encontrar y respetar el momento de guardar silencio, Quiroga se retiraba sin dar marcha atrás. Sabía que era un precio alto para cualquier escritor, pero aún así, y a pesar del giro tajante como cerró su vida, Quiroga, como varios de los personajes aquí en Anaconda y otros cuentos, nunca abandonó el deseo ni la necesidad de seguir con vida, de entender la alegría de permanecer con los otros. Como reveló algún otro que lo conoció de cerca: “Era un solitario, pero nunca quiso estar solo”.

Julio Paredes