El pagano

Jack London 1876–1916

Nacido en San Francisco, California, E.U., fue hijo ilegítimo de un astrólogo ambulante y no tuvo una infancia feliz. Abandonó la casa a los 15 años y a los 17 se hizo marinero. Fue buscador de oro en Alaska, soldado, cazador de focas, pescador de perlas, corresponsal de guerra y estudiante pasajero en la universidad. Narrador preciso, brillante y poético, el éxito de sus relatos y novelas fue casi inmediato al momento de su publicación, y títulos como El llamado del bosque lo convirtieron en uno de los escritores más leídos y famosos del mundo. Gastó su fortuna con la misma celeridad con la que la consiguió y según alguna leyenda se suicidó en su ‘Beauty Ranch’ a los 40 años. “Viví la aventura sobre la que había leído tanto…”, dijo de sí mismo.

 

Lo conocí por primera vez en el centro de un huracán; y aunque habíamos enfrentado el huracán en el mismo barco de vela, no fue sino hasta cuando la embarcación quedó hecha pedazos a nuestros pies que fijé los ojos en él. Sin ninguna duda lo había visto a bordo con el resto de la tripulación de los Kanaka, pero no había sido consciente de su existencia, pues la Petite Jeanne se encontraba bastante atestada de gente. Además de sus ocho o diez marineros Kanaka, de su capitán blanco, de su primer oficial y del sobrecargo, y de sus seis pasajeros en camarote, la embarcación había zarpado de Rangiroa con algo así como ochenta y cinco pasajeros en cubierta: paumotanos y tahitianos, hombres, mujeres y niños, cada uno con una caja con artículos comerciales, para no mencionar las esteras para dormir, las mantas y los bultos de ropa.

La temporada de las perlas había concluido en Paumotu y toda la mano de obra retornaba a Tahití. Los seis pasajeros de camarote éramos comerciantes de perlas. Dos eran norteamericanos, uno era Ah Choon (el chino más blanco que hubiera conocido nunca), otro alemán, otro un judío polaco, y yo completaba la media docena.

Había sido una temporada fértil. Ninguno de los seis tenía motivo de queja, como tampoco lo tenían los ochenta y cinco pasajeros de cubierta. A todos nos había ido bastante bien, y todos pensábamos con ilusión en un descanso y en pasar un buen rato en Papeete.

Por supuesto que la Petite Jeanne llevaba sobrepeso. Tenía capacidad para setenta toneladas únicamente, y no tenía autorización para recibir ningún diezmo de la muchedumbre que llevaba a bordo. Bajo las escotillas, estaba atestada y repleta de conchas de nácar y copra. Incluso el cuarto de mercancías estaba lleno de conchas. Era un milagro que los marineros pudieran maniobrar la embarcación. Estos simplemente trepaban y bajaban por las barandillas.

Durante la noche los marineros caminaban por encima de los durmientes, que tapizaban la cubierta, lo juraría, un encima de otro. Ah, y también había cerdos y gallinas sobre la cubierta, y costales de ñame, y si quedaba algún espacio estaba adornado con ristras de cocos de agua y racimos de bananos. Sobre los dos costados, entre la proa y el cabo mayor, se habían extendido algunos lazos, lo suficientemente bajos para que la proa oscilara sin problema, y de cada uno de estos lazos colgaban por lo menos unos cincuenta racimos de bananos.

Prometía ser una travesía complicada, incluso si la hacíamos en los dos o tres días que se hubieran necesitado si los alisios del sureste hubieran soplado con fuerza. Pero no estaban soplando con fuerza. Después de las primeras cinco horas el viento se había desvanecido en un poco más de una docena de abanicadas. La calma continuó durante toda la noche y al día siguiente; se trataba de una de esas calmas enceguecedoras y vítreas, cuando la simple idea de abrir los ojos para observarla es ya suficiente para provocar una jaqueca.

Al segundo día un hombre murió, de la Isla de Pascua, uno de los mejores buzos de esa temporada en la laguna. Viruela, esa fue la causa; aunque saber cómo pudo haber llegado a bordo la viruela, cuando en el momento de salir de Rangiroa no había habido ningún caso reportado, está más allá de mis capacidades. Ahí estaba, sin embargo: viruela, un hombre muerto y otros tres tumbados de espaldas.

No había nada qué hacer. No podíamos separar a los enfermos, tampoco podíamos atenderlos. Estábamos como sardinas. No había más remedio que pudrirse y morir; es decir, no había nada que hacer después de la noche que siguió a la primera muerte. Esa noche el primer oficial, el sobrecargo, el judío polaco, y cuatro buzos nativos se escabulleron en el bote ballenero. Nunca volvimos a saber de ellos. Por la mañana el capitán echó rápidamente a pique los botes sobrantes y ahí quedamos.

Ese día hubo dos muertes más; al siguiente día, tres; después fueron ocho. Resultaba curioso cómo lo asimilábamos; los nativos, por ejemplo, cayeron en un estado de miedo soso e impasible. El capitán –su nombre era Oudosse, un francés– se volvió extremadamente nervioso y voluble. En efecto empezó a sufrir de espasmos nerviosos. Era un hombre alto, corpulento, que pesaba por lo menos unas doscientas libras, y se transformó de inmediato en la fiel representación de una gelatinosa y temblorosa montaña de grasa.

El alemán, los dos norteamericanos y yo acaparamos todo el whisky y procedimos a mantenernos borrachos. La teoría era hermosa: si nos manteníamos sumergidos en alcohol, todo germen de viruela que entrara en contacto con nosotros quedaría de inmediato carbonizado. Y la teoría funcionó, aunque debo confesar que ni al capitán Oudouse ni tampoco a Ah Choon los atacó la enfermedad. El francés no bebió nada, mientras que Ah Choon se limitó a beber un trago al día.

El clima era una maravilla. El sol, al avanzar en dirección norte, nos caía verticalmente sobre la cabeza. No había viento, excepto algunas ráfagas frecuentes que soplaban con furia por cinco minutos o hasta por media hora, para desaparecer luego dejándonos inundados de lluvia. Después de cada ráfaga, el terrible sol volvía a salir, formando nubes de vapor que subían desde la cubierta empapada.

No era un vapor agradable. Era el vapor de la muerte, cargado con millones y millones de gérmenes. Siempre bebíamos otro trago cuando lo veíamos elevarse desde los muertos y los moribundos, y usualmente tomábamos dos o tres tragos más, alternándolos con una solemnidad excepcional. También volvimos regla beber varios tragos adicionales cada vez que tiraban algún muerto por la borda, donde los esperaban los tiburones que pululaban a nuestro alrededor.

Estuvimos una semana así y entonces se terminó el whisky. Fue una suerte, pues de otra forma no estaría vivo ahora. Se requería de un hombre sobrio para sobreponerse a lo que siguió, como comprenderán cuando mencione el pequeño hecho de que sólo dos hombres conseguimos salvarnos. El otro hombre fue el pagano; al menos así fue como escuché que lo llamaba el capitán Oudouse en el instante en que fui consciente por primera vez de su existencia. Pero volvamos atrás.

Fue al final de la semana, ya sin whisky y con los comerciantes de perlas sobrios, que por casualidad le eché un vistazo al barómetro que colgaba en la escalerilla. Su registro normal en Paumotu era de 29.90, y solía ser costumbre verlo oscilar entre 29.85 y 30.00, o incluso hasta 30.05; pero verlo como lo vi, descendiendo hasta 29.62, resultaba más que suficiente para dejar sobrio al más borracho de los comerciantes de perlas que haya incinerado los gérmenes de la viruela en whisky.

Llamé la atención del capitán Oudouse al respecto, y supe por él que había estado descendiendo durante varias horas. Había poco por hacer, pero hizo muy bien ese poco, considerando las circunstancias. Recogió las velas menores, redujo todo a velamen para tormentas, desplegó los salvavidas, y esperó la llegada del viento. Su error estuvo en lo que hizo después de que llegara el viento. Viró rumbo a babor, que era lo que había que hacer al sur del Ecuador si –y ahí estaba el problema– uno no se encontraba en la trayectoria precisa del huracán.

Nosotros estábamos en la trayectoria precisa del huracán. Yo podía verificarlo por el aumento uniforme del viento y por el descenso también igualmente uniforme del barómetro. Yo pretendía que el capitán diera la vuelta y avanzara con el viento en dirección a babor hasta que el barómetro dejara de bajar, y entonces ahí sí virar. Discutimos hasta que cayó en la histeria, pero no dio su brazo a torcer. Lo peor de todo es que yo no podía hacer que el resto de los comerciantes me apoyaran. ¿Quién era yo, en todo caso, para saber más sobre el mar y sus secretos que un capitán debidamente cualificado? Eso, sabía, era lo que pasaba por sus cabezas.

Evidentemente, con el viento el mar se elevó de una forma tremenda, y nunca podré olvidar los tres primeros embates de agua que encajó la Petite Jeanne. Se había desplomado, como suele suceder a las embarcaciones al virar, y el primer embate abrió una brecha. Los salvavidas eran para los fuertes y sanos, y de poco sirvieron cuando las mujeres y los niños, los bananos y los cocos, los cerdos y las cajas de mercancías, los enfermos y los moribundos, fueron barridos en una sólida, chirriante, y quejumbrosa masa.

El segundo embate de agua llenó las cubiertas de la Petite Jeanne hasta las barandillas; y como la popa se había hundido y la proa apuntaba hacia el cielo, todo el miserable cargamento de vidas y equipaje se precipitaba por el extremo de atrás. Era un torrente humano. Caían de cabeza, de pies, de lado, rodando sin parar, torcidos, revueltos, retorciéndose y desplomándose. De vez en cuando alguno lograba agarrarse a un puntal o a un lazo; pero el peso de los cuerpos que venían detrás hacía que perdiera el asidero.

Vi a un hombre salir arrojado, directamente, contra uno de los puntales de estribor. La cabeza se le rompió como un huevo. Al ver lo que se venía, salté sobre la cabina y de ahí a la vela mayor. Ah Choon y uno de los norteamericanos intentaron seguirme, pero yo me encontraba un salto por delante de ellos. El norteamericano fue barrido hacia la popa como un trozo de basura. Ah Choon agarró uno de los radios de la rueda del timón y quedó colgado al otro lado. Pero una robusta wahine–que debía pesar doscientas cincuenta libras– lo alcanzó y le pasó un brazo por el cuello. Él agarró al timonel kanaka con la otra mano; y justo en ese momento la embarcación se precipitó de un golpe hacia estribor.

El torrente de cuerpos y agua que bajaba por el pasillo de babor entre la cabina y la borda cambió abruptamente de dirección y se desparramó hacia estribor. Todos fueron arrastrados: la wahine, Ah Choon y el timonel; y juro que vi a Ah Choon dirigirme una sonrisita de filosófica resignación cuando pasó por encima de la borda y cayó al mar.

El tercer embate de agua –el mayor de los tres– no ocasionó tanto daño. Para cuando llegó casi todo el mundo estaba en los aparejos. En la cubierta habría quizás una docena de desgraciados jadeando, medio ahogados y medio aturdidos, dando botes o tratando de arrastrarse para ponerse a salvo. Se dirigieron hasta la borda, como los restos de los dos botes salvavidas sobrantes. Los otros comerciantes de perlas y yo habíamos logrado, entre los embates de agua, reunir a unos quince pasajeros, entre mujeres y niños, en la cabina y la habíamos asegurado. Al final, de poco les sirvió a estas pobres criaturas.

¿Viento? A pesar de toda mi experiencia nunca hubiera creído posible que el viento pudiera soplar como lo hizo. No hay forma de describirlo. ¿Cómo podría alguien describir una pesadilla? Sucedió lo mismo con ese viento. Nos arrancó literalmente la ropa del cuerpo. Digo que nos la arrancó, y lo digo de verdad. No les estoy pidiendo que me crean. Escasamente cuento algo que vi y experimenté. Hay momentos en los que yo mismo no lo creo. Lo sufrí personalmente, y eso es suficiente. Era imposible enfrentar ese viento y seguir vivo. Fue una cosa monstruosa, y lo más monstruoso de todo era que aumentaba y seguía aumentando.

Imaginen incontables miles de millones de toneladas de arena. Imaginen esa arena precipitándose a noventa, a cien, a ciento veinte, o cualquier otra cifra de millas por hora. Imaginen además, que esa arena sea invisible, impalpable, pero que retenga todo el peso y la densidad de la arena. Imaginen todo eso y quizás logren tener un vago atisbo de lo que era ese viento.

Tal vez la arena no sea la comparación correcta. Piensen en barro; invisible, impalpable, pero pesado como barro. No, es mucho más que eso. Consideren cada una de las moléculas de aire como un montículo de arena. Entonces traten de imaginar el multitudinario ataque de esos montículos. No; está más allá de mis capacidades. El lenguaje tal vez sea adecuado para expresar las circunstancias ordinarias de la vida, pero posiblemente no pueda expresar ninguna de las circunstancias de tan enorme ráfaga de viento. Hubiera sido mejor atenerme a mi intención original de no pretender hacer ninguna descripción.

Diré sólo esto: el mar, que se había levantado al principio, había sido abatido por ese viento. Aún más, parecía como si todo el océano hubiera sido aspirado en las entrañas del huracán y lanzado hacia esa porción de espacio que previamente ocupara el aire.

El velamen, obviamente, había desaparecido hacía rato. Pero el capitán Oudouse tenía en la Petite Jeanne algo que yo nunca había visto en una goleta del Pacífico Sur: un ancla. Se trataba de un saco cónico de lienzo, con la boca mantenida abierta por un aro de hierro. El ancla estaba enlazada como una especie de cometa, de tal forma que penetraba en el agua de la misma forma que una cometa atraviesa el aire, pero con una diferencia. El ancla permanecía justo por debajo de la superficie del océano en posición perpendicular. A su turno, un lazo largo la conectaba con la embarcación. Como resultado, la Petite Jeanne avanzaba con la proa hacia el viento hubiera el mar que hubiera.

Esta situación hubiera resultado verdaderamente favorable si no nos encontráramos en la trayectoria de la tormenta. Sin duda, el viento habría arrancado las velas de sus juntas, destrozado de un golpe los mástiles, convertido el mecanismo de control en una lotería, pero aún así hubiéramos salido bien librados de no haber estado orientados exactamente hacia el centro de la tormenta en avance. Eso fue lo que nos arruinó. Yo me encontraba en un estado de pasmado, entumecido y paralizante desfallecimiento a fuerza de soportar la embestida del viento y creo que ya estaba a punto de rendirme y morir cuando el centro nos golpeó con violencia. El impacto que recibimos fue una calma absoluta. No había un aliento de aire. El efecto que provocaba era repugnante.

Recuerden que llevábamos horas sometidos a una aterradora tensión muscular, resistiendo la pavorosa presión de ese viento. Y entonces, de repente, toda la presión desaparece. Recuerdo que me sentí como si estuviera a punto de expandirme, de salir volando en todas las direcciones. Parecía como si cada átomo que componía mi cuerpo repeliera a todos los otros átomos y estuviera al borde de precipitarme irresistiblemente al espacio. Pero eso sólo duró un instante. La destrucción ya estaba sobre nosotros.

Por la ausencia de viento y presión el mar se elevó. Saltó, dio un brinco, se remontó directamente hacia las nubes. Recuerden, desde todos los puntos de la brújula ese viento inconcebible soplaba hacia el centro de la calma. El resultado era que las olas del mar se levantaban desde todos los puntos de la brújula. No había viento que las detuviera. Estallaban como corchos liberados desde el fondo de un balde de agua. No seguían ningún método, no tenían ninguna estabilidad. Eran oleadas huecas, demenciales. Tenían por lo menos unos ochenta pies de altura. No eran en absoluto olas. No se parecían a ningún mar que un hombre hubiera visto nunca.

Eran salpicadas, salpicadas monstruosas, eso era todo. Salpicadas de ochenta pies de altura. ¡Ochenta! Eran más de ochenta. Sobrepasaban los mástiles. Eran chorros, explosiones. Estaban ebrias. Caían en cualquier parte, de cualquier forma. Se empujaban unas a otras; colisionaban entre sí. Estallaban al mismo tiempo y colapsaban una encima de la otra, o se desintegraban completamente como miles de cascadas cayendo al mismo tiempo. Se trataba de un océano con el que ningún hombre había soñado nunca, ese ojo del huracán. Era un endemoniado foso de agua enloquecido.

¿Y la Petite Jeanne? No lo sé. El pagano me dijo después que él tampoco sabía. Quedó literalmente hecha pedazos, desgarrada por completo, reducida a pulpa, aplastada en una masa de madera blanda, aniquilada. Cuando recuperé el conocimiento me encontraba en el agua, nadando de manera automática, aunque dos tercios de mi cuerpo estaban hundidos. No recuerdo cómo llegué hasta ahí. Recuerdo haber visto a la Petite Jeanne volar en pedazos en el que debió haber sido el instante mismo en que perdí la conciencia de un golpe. Pero ahí estaba yo, sin otra cosa que hacer que esforzarme lo mejor posible, aunque en ese mejor había muy poca esperanza. El viento soplaba de nuevo, el mar había bajado y era más regular, y yo sabía que había atravesado el centro del huracán. Por fortuna, no había tiburones cerca. El huracán había disipado la horda hambrienta que asechaba a la embarcación muerta y que se había alimentado con sus muertos.

Fue alrededor del mediodía cuando la Petite Jeanne voló en pedazos, y debió haber sido un par de horas más tarde cuando me encontré con la tapa de alguna de sus escotillas. En ese momento caía una lluvia espesa y a la menor oportunidad nos arrastraría a la tapa y a mí juntos. Un pequeño trozo de cuerda colgaba de la manija y yo sabía que estaría bien por un día, al menos si no regresaban los tiburones. Tres horas más tarde, posiblemente un poco más, pegado a la tapa, con los ojos cerrados concentrando el alma entera en la tarea de inhalar el aire suficiente para mantenerme a flote y al mismo tiempo evitando tragar demasiada agua para no ahogarme, me pareció escuchar voces. La lluvia había parado, y el viento y el mar se amainaban maravillosamente. A no más de unos veinte pies de distancia, sobre otra tapa de escotilla, estaban el capitán Oudouse y el pagano. Luchaban por la posesión de la tapa, al menos así lo hacía el francés.

–¡Pagano negro! –lo escuché gritar, y al mismo tiempo lo vi patear al kanaka.

Para ese momento, el capitán Oudouse había perdido toda la ropa a excepción de los zapatos, que eran un par de botines pesados. Fue un golpe inmisericorde, pues alcanzó al pagano a la altura de la boca y parte de la mejilla, dejándolo medio aturdido. Esperé que respondiera al golpe, pero se contentó con nadar con aspecto triste para ponerse a unos diez pies de distancia. Cada vez que un embate del mar lo lanzaba cerca, el francés, colgado de las manos, le mandaba patadas con los dos pies. Además, cada vez que soltaba una patada, llamaba pagano negro al kanaka.

–¡Por dos céntimos iría hasta allá para ahogarlo, bestia blanca! –le grité.

La única razón por la que no lo hacía era porque me encontraba exhausto. La simple idea de nadar hasta allá me provocaba náuseas. Así que llamé al kanaka para que se uniera a mí y procedí a compartir la tapa con él. Me dijo que se llamaba Otoo (pronunciado õ– tõ–õ); me contó además que era nativo de Barabora, la isla más occidental entre las del grupo de la Sociedad. Como me enteré más tarde, él había dado con la tapa primero y cuando al cabo de un rato se encontró con el capitán Oudouse, le había ofrecido compartirla con él para ser arrojado a patadas después de todos sus esfuerzos.

Y así fue como Otoo y yo nos encontramos por primera vez. No le gustaba pelear. Era todo dulzura y amabilidad, una criatura amorosa, a pesar de medir casi seis pies de altura y ser tan musculoso como un gladiador. No peleaba, pero tampoco era un cobarde. Tenía el corazón de un león; y en los años que siguieron lo he visto correr riesgos que yo nunca hubiera soñado tomar. Lo que quiero decir es que así como no era un peleador, y así como siempre evitó comenzar la pelea, nunca se escabullía cuando empezaban los problemas. Y una vez que Otoo entraba en acción, la cosa era de “¡Sálvese quien pueda”! Nunca podré olvidar lo que le hizo a Bill King. Sucedió en la Samoa alemana. Bill King había sido aclamado el campeón de los pesos pesados de la Marina norteamericana. Era una bestia de hombre, un verdadero gorila, uno de esos tipos de pegada fuerte y duro de cabeza, aunque también hábil con los puños. Él empezó la pelea. Pateó a Otoo un par de veces y lo golpeó una vez antes de que Otoo sintiera la necesidad de pelear. No creo que hayan pasado más de cuatro minutos, al final de los cuales Bill King era el infeliz poseedor de cuatro costillas rotas, un antebrazo partido y un omóplato dislocado. Otoo ignoraba todo respecto al boxeo científico. Era escasamente un torcedor de brazos, y Bill King pasó algo así como tres meses recuperándose de la pequeña torcida de brazos que recibió esa tarde en la playa de Apia.

Pero me estoy adelantando a la historia. Compartimos la tapa de la escotilla. Nos turnábamos una y otra vez; primero uno tumbado sobre la tapa para descansar, mientras el otro se sumergía hasta el cuello, apenas agarrado de las manos. A lo largo de dos días y dos noches, entre tandas sobre la tapa o en el agua, avanzamos a la deriva sobre el océano. Hacia el final yo deliraba casi todo el tiempo; y hubo momentos, también, en los que escuché a Otoo murmurar y soltar insultos en su lengua nativa. Nuestra inmersión continua impidió que muriéramos de sed, a pesar de que el agua del mar y el sol nos daban la más graciosa combinación imaginable de salmuera e insolación.

Al final, Otoo me salvó la vida; pues terminé echado en la playa a unos veinte pies del mar, protegido del sol por un par de hojas de coco. Nadie sino Otoo pudo haberme arrastrado hasta allá y haber enterrado las hojas para hacer sombra. Se echó a mi lado. Perdí el conocimiento una vez más, y cuando volví a recuperarlo la noche era fresca y estrellada y Otoo me ponía un coco en los labios para beber.

Éramos los únicos sobrevivientes de la Petite Jeanne. El capitán Oudouse debió haber sucumbido al cansancio, pues varios días después la tapa que había agarrado llegó a la costa sin él. Otoo y yo permanecimos con los nativos del atolón durante una semana, hasta que fuimos rescatados por un crucero francés y llevados a Tahití. Entre tanto, sin embargo, habíamos llevado a cabo la ceremonia de intercambiar los nombres. En los Mares del Sur esta ceremonia ata a dos hombres aún con más fuerza que la hermandad de sangre. La iniciativa había sido mía; y Otoo se mostró completamente encantado cuando la sugerí.

–Está muy bien –comentó en tahitiano–, pues hemos estado juntos como compañeros durante dos días en los labios de la muerte.

–Pero la muerte tartamudeó –dije con una sonrisa.

–Fue una valiente acción la que usted hizo, señor –replicó él– y la muerte no fue lo suficientemente vil para hablar.

–¿Por qué me llamas ‘señor’? –pregunté, mostrando que me había herido los sentimientos–. Hemos intercambiado nombres. Para ti yo soy Otoo. Para mí tú eres Charley. Y entre tú y yo, para siempre y por siempre, tú serás Charley, y yo seré Otoo. Así es la costumbre. Y cuando hayamos muerto, si sucede que vivamos de nuevo en algún lugar más allá de las estrellas y el firmamento, seguirás siendo Charley para mí, y yo Otoo para ti.

–Sí, señor –contestó él, los ojos resplandecientes y suavizados por la dicha.

–¡Ahí estás otra vez! –grité indignado.

–¿Qué importa lo que digan mis labios? –refutó–. Son sólo mis labios. Pero siempre pensaré en Otoo. Cada vez que piense en mí, pensaré en usted. Cada vez que los hombres me llamen por mi nombre, pensaré en usted. Y más allá del firmamento y más allá de las estrellas, siempre y para siempre, usted será Otoo para mí. ¿Está bien, señor?

Reprimí una sonrisa y contesté que estaba bien.

Partimos hacia Papeete. Yo permanecía en la costa para recuperarme y él salió en un cúter hacia su isla, Barabora. Seis semanas más tarde estuvo de regreso. Yo estaba sorprendido, pues él me había contado acerca de su esposa, y había dicho que regresaría al lado de ella y dejaría de navegar y viajar lejos.

–¿Hacia dónde va, señor? –preguntó después de nuestros primeros saludos.

Me encogí de hombros. Era una pregunta difícil.

–Por todo el mundo– fue mi respuesta–. Por todo el mundo, por todo el mar, por todas las islas que hay en el mar.

–Iré con usted –contestó–. Mi esposa está muerta.

Nunca tuve un hermano; pero por lo que he visto respecto a los hermanos de otros hombres, dudo que otro hombre haya tenido un hermano que fuera para él lo que Otoo fue para mí. Fue hermano y padre y también madre. Y esto es todo lo que sé: fui un hombre más recto y un mejor hombre gracias a Otoo. Me importaban poco los otros hombres, pero tenía que vivir con rectitud ante la mirada de Otoo. Porque por él yo no me atreví a perder el brillo. Él me convirtió en su ideal, construyéndome, temo, principalmente de su propio afecto y devoción; y hubo momentos en que estuve a un paso de la boca del infierno y hubiera dado el salto de no ser porque el pensamiento de Otoo me contenía. El orgullo que él sentía por mí se introdujo en mi espíritu, hasta que él se convirtió en una de las reglas más importantes de mi código personal que no me permitía hacer nada que disminuyera ese orgullo suyo.

Naturalmente yo no conocí enseguida cuáles eran sus sentimientos hacía mí. Él nunca criticaba, nunca censuraba; y poco a poco el lugar exaltado que yo mantenía ante sus ojos empezó a revelárseme, y poco a poco empecé a comprender el daño que yo podía inflingirle si era menos de lo mejor que podía ser.

Durante diecisiete años estuvimos juntos; durante diecisiete años permaneció a mi lado, atento mientras yo dormía, cuidándome la fiebre y las heridas; sí, y recibiendo heridas por mi causa. Se alistó en los mismos barcos que yo, y juntos atravesamos el Pacífico desde Hawai hasta Sydney Head, y desde el Estrecho Torres hasta las Galápagos. Nos remontamos desde las Nuevas Hébridas y las Islas Line hasta el paso en dirección oeste por entre las Luisídas, Nueva Bretaña, Nueva Irlanda y Nueva Hanover. Naufragamos en tres oportunidades: en las Gilbert, en el grupo de Santa Cruz y en Fidji. Y Otoo negociaba y guardaba cualquier dólar que viniera de las perlas y las conchas de nácar, de la copra, de la concha de tortuga marina o de algún barco encallado.

La cosa comenzó en Papecte, inmediatamente después de anunciar que iría conmigo por todo el mar y todas las islas que se encontraran en él. En esos días existía un club en Papecte, donde se reunían perleros, comerciantes, capitanes y todo tipo de aventureros del Pacífico Sur. El juego era abundante y el licor era abundante; y me temo que me quedaba hasta horas de la noche no muy apropiadas ni convenientes. No importaba la hora a la que saliera, Otoo siempre estaba ahí para asegurarse de que llegara seguro a la casa.

Al principio yo sonreía, después lo reprendí. Le dije directamente que yo no tenía ninguna necesidad de cuidados. Luego ya no lo volví a ver a la salida del club. Una semana más tarde, y casi por accidente, descubrí que aún me vigilaba al llegar a la casa, escondido al otro lado de la calle entre las sombras de los árboles de mango. ¿Qué podía hacer yo? Sé lo que hice.

Empecé de manera insensible a quedarme hasta más tarde. En las noches húmedas y tormentosas, en medio de la locura y la diversión, no dejaba de asediarme la imagen de Otoo manteniendo su tediosa vigilancia bajo los mangos chorreantes. De verdad, él hizo de mí un mejor hombre. Aunque no es que fuera un tipo remilgado. Y no sabía nada respecto a la moral cristiana. Todo el mundo en Barabora era cristiano; pero él era un pagano, el único no creyente de la isla, un materialista neto, que creía que cuando muriera quedaría muerto. Creía, sobre todo, en el juego limpio y en los negocios justos. En su código, la más insignificante mezquindad era casi tan seria como un homicidio sin motivo; y creo que respetaba más a un asesino que a un hombre dado a prácticas bajas.

En lo que a mí concierne, él objetaba cualquier cosa que me resultara perjudicial. Jugar estaba bien. Él mismo era un fervoroso jugador. Pero trasnocharse, explicaba, era malo para la salud. Había visto morir de fiebre a hombres que no se cuidaban. No era ningún abstemio, y recibía uno que otro trago fuerte cuando había que trabajar a la intemperie en los botes. Pero creía en el licor bebido con moderación. Había visto muchos hombres asesinados o caídos en desgracia por culpa de la ginebra o el whisky.

Otoo tenía siempre presente mi bienestar. Se me anticipaba, sopesaba mis planes, y se interesaba en los mismos mucho más que yo. Al principio, cuando yo ignoraba su interés en mis asuntos, él tenía que adivinar mis intenciones, como por ejemplo en Papecte, cuando contemplé la posibilidad de hacerme socio con un compatriota estafador en un negocio de guano. Yo no sabía que el hombre era un bribón. Tampoco lo sabía ningún hombre blanco en Papecte. Otoo tampoco lo sabía, pero se dio cuenta de cuán estrecha se iba haciendo nuestra amistad, hasta que lo descubrió por mí y sin que yo se lo pidiera. Marineros nativos de los extremos de mar llegaban a las costas de Tahití y Otoo, guiado sólo por una leve sospecha, se entremezcló con ellos hasta que recogió suficientes datos para justificar su desconfianza. Oh, resultó ser una historia maravillosa esa de Randolph Waters. No pude creerle cuando Otoo la relató por primera vez; pero cuando le envié una nota escrita a su casa, Waters se rindió ante la evidencia y, sin una palabra, partió hacia Auckland en el primer barco de vapor.

En principio, debo confesar que no me gustó que Otoo metiera las narices en mis asuntos. Pero sabía que lo había hecho de manera desinteresada, y muy pronto tuve que reconocer su sabiduría y discreción. Él estaba siempre atento a cualquier oportunidad que se me presentara, y se mostraba igualmente sagaz como previsor. Con el tiempo se convirtió en mi consejero, hasta el punto de conocer mis negocios mejor que yo mismo. Realmente sabía más que yo de lo que me convenía. Lo mío era el magnífico descuido de la juventud, pues prefería el romance a los dólares, y la aventura a un confortable alojamiento para pasar la noche. Así que fue una suerte tener a alguien que me cuidara. Sé que si no hubiera sido por Otoo yo no estaría hoy aquí.

Entre muchas circunstancias, déjenme ofrecerles una. Yo había tenido cierta experiencia en la trata de mano de obra antes de entrar al negocio de perlas en las Paumotus. Otoo y yo nos encontrábamos en la playa en Samoa –en efecto estábamos en la playa y completamente encallados– cuando me llegó la oportunidad de ir como reclutador en un barco de tratantes. Otoo se registró como marinero; y durante la siguiente media docena de años, anduvimos por los rincones más inhóspitos de la Melanesia en gran número de embarcaciones. Otoo siempre se encargó de ser el primer remero en mi bote. Lo que solíamos hacer para reclutar mano de obra era llevar la embarcación principal hasta la playa. El bote que nos cubría permanecía con sus remos listos a varios pies de la costa, mientras que el bote de reclutamiento, también con los remos listos, quedaba a flote al borde de la playa. Cuando yo bajaba a tierra con las mercancías, dejando el timón en posición vertical, Otoo abandonaba su posición de remero y se acercaba hasta la popa donde había un Winchester listo bajo unas velas dobladas. La tripulación del bote también estaba armada, con las armas ocultas bajo los dobleces de las velas que se extendían a lo largo de la borda. Mientras yo estaba ocupado discutiendo y persuadiendo a los confundidos caníbales de que se vinieran a trabajar en las plantaciones en Queesland, Otoo permanecía atento. Y una y otra vez su voz baja me advertía de actos sospechosos y de alguna traición inminente. Algunas veces, la veloz detonación de su rifle era la primera advertencia que yo recibía. Y en mi carrera hacia el bote su mano siempre estaba lista para lanzarme volando a bordo de un tirón. Una vez en Santa Ana, recuerdo, el bote quedó en tierra antes de que empezaran los problemas. El bote que nos cubría acudió en nuestra ayuda, pero el elevado número de salvajes nos hubiera arrasado antes de que llegara. Otoo se lanzó de un salto a la playa, hundió las manos en la mercancía y empezó a lanzar tabaco, abalorios, hachas, cuchillos y telas en todas las direcciones.

Esto fue demasiado para los desconcertados aborígenes. Mientras se disputaban los tesoros, empujamos el bote y nos lanzamos a borda hasta quedar a cuarenta pies de distancia. Y yo conseguí reclutar a cuarenta de esa misma playa en las siguientes cuatro horas.

El suceso particular que tengo en mente fue en Malaita, la isla más salvaje en el extremo este de las Salomón. Los nativos se habían mostrado particularmente amigables; ¿cómo íbamos a saber nosotros que todo el pueblo había hecho una colecta a lo largo de dos años con la que comprar la cabeza del hombre blanco? Todos estos tipos son cazadores de cabezas y en especial aprecian la cabeza del hombre blanco. Aquel que capturara la cabeza recibiría toda la recolección. Como he dicho, se mostraban muy amigables, y ese día yo me encontraba en la playa a cien yardas del bote. Otoo me lo había advertido, y, como sucedía siempre que no le prestaba atención, iba a enfrentarme a un verdadero desastre.

Cuando me di cuenta, una nube de lanzas voló hacia mí desde el pantano de manglares. Por lo menos una docena iban a dar en el blanco. Empecé a correr, pero tropecé con una que me golpeó en la pantorrilla y caí al piso. Los aborígenes se abalanzaron sobre mí, cada uno con un hacha de mango largo adornada con plumas, dispuestos a cortarme la cabeza. Estaban tan ansiosos por el premio que se interponían unos a otros. En la confusión evité varios hachazos moviéndome de izquierda a derecha en la arena.

Entonces apareció Otoo; Otoo el castigador de hombres. De algún modo, había echado mano de un pesado mazo de guerra, que en la lucha cuerpo a cuerpo resultaba más eficiente que un rifle. Se puso justo en el centro de todos, de tal forma que no lo podían atacar con las lanzas, al tiempo que sus hachas parecían menos que inservibles. Estaba luchando por mí y lo impulsaba una verdadera furia ciega e incontrolable. La manera como manipulaba el mazo era increíble. Sus cráneos se aplastaban como naranjas maduras. Y sólo cuando ya los había obligado a retroceder, y me arrastraba en la huída, recibió los primeros golpes. Llegó al bote con cuatro heridas de lanza, agarró el Winchester, y derribó a varios a tiros. Después saltamos a la embarcación y nos pusimos a salvo.

Estuvimos juntos por diecisiete años. Él me hizo quien soy. Yo sería hoy un sobrecargo, un reclutador, o un recuerdo, de no haber sido por él.

“Te gastas el dinero, después sales y consigues más –me dijo un día–. Es fácil conseguir dinero ahora. Pero cuando seas viejo, te gastarás el dinero y ya no podrás salir y conseguir más. Lo sé, señor. He estudiado el camino del hombre blanco. En las playas hay muchos hombres viejos que alguna vez fueron jóvenes, y que podían conseguir dinero igual que tú. Ahora están viejos y no tienen nada, y esperan por ahí a que hombres jóvenes como tú aparezcan por la costa y les compren un trago.”

“Los negros jóvenes trabajan como esclavos en las plantaciones. Reciben veinte dólares al año. Trabajan duro. El capataz no trabaja duro. Monta en su caballo y observa trabajar al muchacho negro. Recibe mil doscientos dólares al año. Yo soy un marinero en esta embarcación. Recibo quince dólares al mes. Eso es porque soy un buen marino. Trabajo duro. El capitán tiene doble toldo y bebe cerveza en botellas largas. Yo nunca lo he visto arriar una vela ni empujar un remo. Recibe ciento cincuenta dólares al mes. Yo soy un marinero. Él es un navegante. Señor, creo que sería muy bueno para ti aprender navegación.”

Otoo me espoleó a que lo hiciera. Navegó conmigo como segundo de a bordo en mi primera goleta, y él se sentía más orgulloso de mi comandancia que yo mismo. Más adelante dijo:

–Un capitán está bien pagado, señor; pero el barco está bajo su custodia y nunca queda libre de ese peso. Es el dueño quien está mejor pagado; y es el dueño quien se sienta en la playa rodeado de sirvientes y cuenta el dinero.

–Es verdad, pero una goleta cuesta cinco mil dólares, una goleta vieja –objeté–. Seré un hombre viejo antes de haber ahorrado cinco mil dólares.

–Hay caminos cortos para el hombre blanco para hacer dinero –continuó, señalando hacia la costa con la playa bordeada de cocos.

Nos encontrábamos en las Salomón en ese momento, recogiendo un cargamento de pepas de marfil a lo largo de la costa este de Guadalcanal.

–Entre esta desembocadura de río y la siguiente hay dos millas –comentó–. El terreno plano sigue bien hasta adentro. Ahora no vale nada. Pero el año siguiente –¿quién sabe?– o el siguiente, varios pagarán mucho dinero por ese pedazo de tierra. El fondeadero es bueno. Grandes barcos de vapor podrían atracar cerca. Podríamos comprar tierra cuatro millas adentro al viejo jefe por diez mil barras de tabaco, diez botellas de ginebra y un rifle que te costará, tal vez, cien dólares. Después autenticas la escritura con el comisario, y al año siguiente, o uno después, podrás vender y convertirte en dueño de un buque.

Seguí su consejo, y sus palabras se hicieron realidad, aunque no en dos sino en tres años. Después vino el negocio de tierras de pastoreo en Guadalcanal: veinte mil acres, bajo un contrato gubernamental de novecientos noventa y nueve años a su valor nominal. Fui dueño del contrato por noventa días, y se las vendí a una compañía por la mitad de una fortuna. Siempre era Otoo el que se anticipaba a todo y descubría la mejor oportunidad. Él fue el responsable de la recuperación del Doncaster, comprado en una subasta por cien libras y vendido a una ganancia neta de tres mil después de haber pagado todos los costos. Él me llevó hacia la plantación en Savaii y hacia la aventra de cocoa en Upolu.

Ya no salíamos a navegar tanto como en los viejos tiempos. Yo estaba más que acomodado. Me casé y mi nivel de vida aumentó; pero Otoo permaneció siendo el mismo Otoo de siempre, deambulando por la casa o vigilando la oficina, con su pipa de madera en la boca, una camiseta de a peso y unos pantalones de cuatro chelines. No había manera de hacerlo gastar dinero. No había otra forma de pagarle que con afecto, y Dios sabe que lo recibió sin medida por parte nuestra. Los niños lo adoraban y mi esposa hubiera podido dañarlo a fuerza de consentimiento.

¡Los niños! Fue realmente él quien les enseñó el camino por el mundo práctico. Empezó enseñándoles a andar. Se sentaba al lado de ellos cuando estaban enfermos. Uno a uno, cuando apenas si sabían gatear, los llevaba a la laguna y los transformaba en seres anfibios. Les enseñó más de lo que yo nunca aprendí sobre las costumbres de los peces y de cómo atraparlos. En el bosque era lo mismo. A los siete años, Tom conocía secretos del bosque que yo jamás hubiera soñado. A los seis, Mary había trepado a la Sliding Rock sin un estremecimiento, y yo había visto hombres fuertes detenerse ante semejante tarea. Y cuando Frank cumplió los seis años ya podía sacar monedas del fondo del mar en tres brazadas.

–A mi gente en Barabora no les gustan los paganos; todos son cristianos, y a mí no me gustan los cristianos de Barabora –comentó un día, cuando yo, con la idea de hacerlo gastar el dinero que era suyo por derecho, había estado tratando de persuadirlo de hacer una visita a su isla natal en una de nuestra goletas; un viaje especial con el que yo había tenido la esperanza de romper el récord en cuanto a gastos.

Digo en una de nuestras goletas, aunque legalmente en ese momento todas eran de mi propiedad. Yo había discutido durante mucho tiempo con él para que entráramos en sociedad.

–Hemos sido socios desde el día que la Petite Jeanne se hundió –dijo finalmente–. Pero si así lo desea tu corazón, entonces seremos socios por ley. No tengo trabajo que hacer, aunque mis gastos son altos. Como, bebo y fumo en cantidades, eso cuesta bastante, lo sé. No pago por jugar al billar, pues juego en tu mesa; pero aún así el dinero se va. Pescar en el arrecife es sólo un placer para un hombre rico. Es escandaloso el costo de los anzuelos y de los sedales de algodón. Sí, es indispensable que nos volvamos socios por ley. Necesito ese dinero. Lo recibiré del secretario principal de la oficina.

Así que redactamos los papeles y los registramos. Un año después me vi obligado a quejarme.

–Charlie –le dije–, eres un perverso impostor, un miserable tacaño, un miserable cangrejo de tierra. Fíjate, tu parte en nuestra sociedad ha sido de miles de dólares. El secretario principal me ha entregado este documento. Dice que en todo este año sólo has retirado ochenta y siete dólares con veinte centavos.

–¿Me deben algo? –preguntó con ansiedad.

–Te digo que miles y miles– le contesté.

El rostro se le iluminó, como con un inmenso alivio.

–Muy bien –comentó–. Asegúrate de que el secretario lleve bien las cuentas. Cuando los quiera, los cobraré, y no debe faltar ni un centavo. Y si hace falta –añadió furioso después de una pausa– tendrá que salir del salario del secretario.

Y durante todo ese tiempo, como me enteré más tarde, su testamento, redactado por Carruthers, donde me nombraba como único beneficiario, permanecía en la caja fuerte del consulado americano.

Pero llegaría el final, como le llega el final a todas las asociaciones. Ocurrió en las islas Salomón, donde habían tenido lugar nuestros trabajos más salvajes en nuestros años más salvajes de juventud, y donde nos encontrábamos una vez más, básicamente de vacaciones, aunque incidentalmente le echábamos un ojo a nuestras propiedades en la Isla Florida. Nos habíamos quedado en Savu, a donde habíamos llegado para comerciar por simple curiosidad.

Savu está plagada de tiburones. La costumbre de los aborígenes de quemar a sus muertos en el mar no ha servido para disuadir a los tiburones de convertir las aguas adyacentes en su guarida.

Pues fue tal mi suerte que estaba yo a bordo de una canoa nativa diminuta y con sobrecarga cuando esta se volcó. Quedamos cuatro aborígenes y yo en la canoa o, mejor, agarrados de la misma. La goleta se encontraba a unas cien yardas de distancia. Estaba pidiendo a voces un bote cuando uno de los aborígenes empezó a gritar. Agarrado a uno de los extremos de la canoa, tanto él como esa porción de la canoa fueron arrastrados al fondo del agua varias veces. Entonces el hombre soltó su asidero y desapareció. Un tiburón lo había agarrado.

Los otros nativos intentaron salir del agua y montarse sobre el casco de la canoa. Grité y maldije y golpeé con el puño al que tenía más cerca pero fue inútil. Se encontraban presas del miedo. La canoa escasamente hubiera podido soportar el peso de uno solo. Bajo el peso de los tres se balanceaba y daba botes de un lado a otro, lanzándonos de nuevo al agua.

Yo abandoné la canoa y empecé a nadar hacia la goleta, con la esperanza de ser rescatado por el bote antes de llegar hasta allá. Uno de los nativos optó por venir conmigo, y nadamos en silencio, lado a lado, sumergiendo la cara una y otra vez para mirar si había tiburones. Los gritos del hombre que permaneció en la canoa nos informaron de la presencia de tiburones. Estaba mirando bajo el agua cuando vi pasar uno inmenso justo debajo de mí. Tenía unos dieciséis pies de largo. Lo vi completo. Atrapó al aborigen por el medio, y siguió hacia adelante, y el pobre diablo con la cabeza, los hombros y los brazos fuera del agua todo el tiempo, gemía de una manera desgarradora. Recorrió de esta forma varios cientos de pies, hasta cuando el tiburón lo arrastró bajo la superficie.

Nadé con tenacidad, esperando que ese hubiera sido el último tiburón suelto por ahí. Pero apareció otro. Que fuera el mismo que había atacado antes a los nativos, o que se tratara de algún tiburón que había tenido una buena comida en otra parte, no lo sé. En todo caso, no estaba tan ansioso como los otros. Yo ya no podía nadar tan rápido, pues gran parte de mi esfuerzo lo invertía en seguirle la pista. Lo estaba mirando con atención cuando lanzó el primer ataque. Por simple buena suerte logré ponerle las manos en la nariz, y aunque su impulso por poco me hunde, conseguí mantenerlo a raya. Giró y siguió derecho y de nuevo empezó a formar círculos a mi alrededor. La segunda vez logré escaparme con la misma maniobra. En el tercer ataque los dos erramos. El tiburón se desvió en el instante en que mis manos debieron caer sobre su nariz, pero la lija de su pellejo (yo tenía puesta una camiseta sin mangas) me raspó la piel del brazo desde el codo hasta el hombro.

Para entonces, yo ya estaba fuera de juego y abandoné toda esperanza. La goleta aún estaba a unos doscientos pies de distancia. Tenía el rostro bajo el agua y podía ver que el tiburón se preparaba para lanzar un nuevo ataque, cuando vi un cuerpo moreno pasar entre los dos. Era Otoo.

–Nada hacia la goleta, señor –dijo. Y hablaba alegremente, como si todo el asunto no fuera más que una broma–. Conozco los tiburones. El tiburón es mi hermano.

Obedecí, nadando lentamente, mientras Otoo nadaba a mi lado, manteniéndose siempre entre el tiburón y yo, esquivando sus embestidas y dándome ánimos.

–La jarcia del pescante fue lanzada, y soltaron los aparejos –explicó un minuto más tarde y enseguida volvió a sumergirse para desviar otro ataque.

Para cuando la goleta se encontraba a unos treinta pies de distancia yo ya estaba casi acabado. Escasamente podía moverme. Nos lanzaban cuerdas desde la borda, pero siempre se quedaban cortas. El tiburón, al ver que no recibía ningún castigo, se volvió más audaz. En varias oportunidades estuvo a punto de agarrarme, pero cada vez Otoo aparecía justo antes de que fuera demasiado tarde. Por supuesto que Otoo podía ponerse a salvo en cualquier momento. Pero se mantuvo pegado a mí.

–¡Adiós, Charley! ¡Estoy acabado! –conseguí balbucear. Yo sabía que el final había llegado, y que en el siguiente instante soltaría los brazos y me dejaría hundir.

Pero Otoo se rió en mi cara y dijo:

–Te enseñaré un truco nuevo. ¡Voy a hacer que ese tiburón se sienta enfermo!

Se sumergió justo detrás de mí, por donde el tiburón se disponía a atacarme de nuevo.

–¡Un poco más a la izquierda! –gritó después–. Hay una cuerda ahí en el agua. Hacia la izquierda, señor, ¡a la izquierda!

Cambié de dirección y agité los brazos ciegamente. Para ese momento me encontraba ya apenas consciente. Cuando mi mano se cerró sobre el lazo escuché una exclamación desde la borda. Volteé la cabeza y miré. No había ninguna señal de Otoo. Un instante después salió de nuevo a la superficie. Tenía las manos cercenadas a la altura de las muñecas, y de los dos muñones brotaba la sangre.

–¡Otoo! –llamó en voz baja. Y entonces pude ver en su mirada el amor que palpitaba en su voz.

Entonces, y sólo en ese instante, en el final de todos nuestros años juntos, me llamaba por ese nombre.

–¡Adiós, Otoo! –gritó.

Enseguida fue arrastrado bajo el agua y yo fui subido a bordo, donde me desmayé en los brazos del capitán.

Y así murió Otoo, quien me salvó e hizo de mí un hombre, y quien volvió a salvarme al final. Nos encontramos en las fauces de un huracán y nos separamos en las fauces de un tiburón, con diecisiete años de camaradería como intermedio; una camaradería que me atrevería a afirmar nunca ha acontecido entre dos hombres, uno moreno y el otro blanco. Si está Jehová observando desde su altura la caída de cada gorrión, allí también en su Reino estará Otoo, el único pagano de Barabora.